martes, 22 de abril de 2014

Para Tí

Y ahí me encontraba yo parado esperando a que el bus pasara. Parado esperando a que algo sucediera. Parado esperando a qué la vida siguiera. Parado esperando ese momento idílico que por tanto tiempo había construido en mi cabeza.

Germania, decía el letrero del bus, así que agitando mi mano con desgano lo detuve y lo abordé.

Como siempre sucedía yo solía ser de los primeros en subir a esa ruta específica, así que, como siempre,  fui a los últimos puestos y me senté en uno de los asientos, me acomodé, saqué mi libro y empecé a leer. Francamente me molestaba tomar esa ruta,  los buses eran viejos y olían mal, se llenaban pronto y en algunos asientos los resortes estaban salidos, pero era la única ruta que me servía para ir todos los 3 de cada mes a recoger el dinero de mi empleo. Una hora y media de trayecto, una eterna hora y media. 

El hombre que estaba parado al lado mío casi apoyaba su codo en mi cabeza, estaba tan cerca que  podía oler el café que había bebido antes de salir de casa esa mañana. Mi incomodidad era tal que yo empezaba a sudar y a considerar, como todos los 3 de cada mes solía hacerlo, la posibilidad de bajarme e irme a pie y tranquilo. Pero la idea se esfumaba rápidamente al pensar que tendría que atravesar esa multitud solo para descender del bus.

De repente, entre el ruido del bus, las voces y la música, mis oídos lograron escuchar una dulce voz que recitaba algo que llamó mi atención. Cerré mis ojos en un esfuerzo por concentrarme en su voz pero no logré determinar qué decía, aunque bien sabía que estaba leyendo en voz alta. Con gran esfuerzo y alejando al hombre que estaba parado a mi lado logré levantarme de mi asiento para poder ver quién era la dueña de esa voz, pero el intento fue infructuoso. El bus estaba tan lleno que al pararme lo único que logré fue que el hombre a mi lado pretendiera sentarse en mi puesto. Lo miré, con lo cual él entendió que no pensaba alejarme en ese momento. Mi mirada regresó a  escudriñar cada rincón del bus, observando todos los labios posibles a fin de ver cual coincidía con esa voz que no se detenía. Pero así como la voz llegó de la nada, desapareció. Mi esperanza desvaneció y empecé a sentarme de nuevo, pero con el rabillo de mi ojo logré ver una bella mujer que se paraba, tenía un libro en la mano, así que pensé que debía ser ella. El bus se detuvo para que ella descendiera y mientras tanto yo empujaba a todo el mundo como poseído por la más grande de las angustias. Debía hablar con ella inmediatamente. ¡Debía hacerlo!

El bus reanudó su marcha y yo seguía aún luchando por salir pero ya era demasiado tarde. Miré por la ventana lo suficiente para poder ver su rostro, aunque lo que realmente deseaba era escucharla. Nuevamente volví a empujar para regresar a mi puesto. En este se encontraba el hombre que anteriormente estaba parado a mi lado. Me miró y yo comprendí. Ese día seguiría de pie el resto de trayecto.

Durante los días siguientes a ese día en el bus no pude, ni tampoco quise, sacarla de mi cabeza. Su voz sonaba en mi cerebro como la más bella de las canciones que hubiese escuchado antes y la necesidad de volver a verla se iba acrecentando. Un buen día decidí tomar esa misma ruta, a la misma hora que lo había tomado. Pero en esta oportunidad me senté en el asiento de adelante para poder ver cuando ella se subiera. Lo hice ese día sin ningún resultado. Decidí intentarlo nuevamente al día siguiente, luego al día siguiente y al siguiente y al siguiente. De esa forma pasaron los siguientes 73 días de mi vida. A bordo de la ruta “Germanía”, de las 7 a las 8 y 30 de la mañana. Siempre en el asiento de adelante. Siempre atento a encontrarla. Al día 74 desistí.

Mi vida trascurrió igual que siempre. Aún esperaba qué algo sucediera. Aún esperaba qué la vida siguiera. Aún esperaba ese momento idílico que por tanto tiempo había construido en mi cabeza.

A diferencia del bus, la biblioteca era el lugar más pacífico del mundo. Allá había espacio para respirar y al hacerlo el olor a libros penetraba por mis fosas nasales hinchando mi pecho de felicidad. La gente era cordial y tranquila. Allá me sentía como en casa.

Ese día entré a la biblioteca e inmediatamente me dirigí a la sección de novelas colombianas, la cual estaba en el segundo piso. A medida que ojeaba los libros escuché una voz, esa voz. Era ella, pensé inmediatamente. Dejé de hacer lo que hacía y empecé a buscar de dónde provenía la voz. Me asomé por una baranda del segundo piso y la vi a ella, sentada en la sala común leyendo en voz alta. Instintivamente me dirigí hacía ella con ansiedad y emoción, pero a mitad de camino me detuve al pensar que no sabía qué decirle. ¿‘Hola. Oye, te escuché hace cuatro meses en un bus y te he estado siguiendo’? ¡No! Me recriminé. ¿’Hola, mi nombre es Darío, ¿cómo estás?’? Pfff, severo tonto, pensé. Y así me quedé pensando mientras me acercaba a ella. Ya me encontraba en el primer piso y la veía. Era hermosa. En un destello de creatividad decidí no hablarle. Decidí escribirle varios papelitos que le iría dando. Me senté en una mesa cercana a la de ella para no perderla de vista, y tomé una hoja del cuaderno y escribí por un rato.

Tomé la hoja y con gran valentía me paré, me acerque a ella y se lo entregue si decir ninguna palabra.

“Sé que te conozco, aunque tú no me conoces. Te conozco desde que tenía 8 años. Siempre has estado en mis sueños y desde ese entonces te he esperado” -leyó ella en voz alta-

Le entregué otro papel.

“Usualmente suelo escribir con facilidad pero hoy, ante ti, las palabras me evaden. Solo tengo una que ronda mi alma. Amor” –ella sonrió al acabar de leer la nota.

Mi rostro en ese momento no pudo ocultar la pena y se sonrojó. Ella me invitó a sentarme a su lado. Y así sin más ni más empezamos a hablar. Hablamos de todo, de libros, de música, de películas, del amor, de las injusticias de vida, de todo. Hablamos tanto que sin darnos cuenta el celador se acercó a nosotros para informarnos que la biblioteca ya estaba cerrando. Ambos nos paramos y nos miramos a los ojos. Para mí el tiempo se detuvo en ese instante, suspiré y me reincorporé.

Al salir de la biblioteca fuimos a un bar a seguir hablando mientras tomábamos un par de cervezas. Y así, entre palabras dichas nos fuimos acercando el uno al otro hasta tal punto que sus palabras parecían unirse a las mías y viceversa.

-Oye Darío, ¿quieres ir a mi casa? -dijo ella.

Yo simplemente la miré a los ojos mientras le dije que quería escuchar lo que ella escribía. Nos paramos de la mesa, pagamos y nos fuimos.

Curiosamente el  trayecto en el taxi fue muy silencioso pero al observarla veía un leve brillo en sus ojos que me hacía sentir bien. Al llegar a su casa entramos y sin mediar palabra ella me besó, a lo cual yo también la besé. La pasión dejó de ser una palabra en ese instante para convertirse en un minuto. Al separarnos nos miramos nuevamente a los ojos, nos tomamos de la mano y nos fuimos a su habitación.

Una vez adentro yo me recosté en su cama mientras ella me observaba.

-Cierra los ojos. -me dijo.

Yo los cerré sin miedo alguno. Pasaron algunos segundos donde escuchaba cajones abrirse y cerrase. Yo seguía con mis ojos cerrados. Súbitamente sentí su mano sobre la mía mientras ella empezó a leer. Sus palabras recorrían todo mi cuerpo desde la punta de mis pies hasta mi último cabello y a medida que lo hacían cada bello en mi cuerpo se erizaba. Las palabras me acariciaban, me animaban, me reconfortaban. Finalmente éstas se aproximaban juguetonas a mis oídos para entrar en ellos haciéndome llegar al más sublime de los éxtasis.  Ella lograba convertir las palabras en una maravillosa extensión de su alma, de su corazón, de su cuerpo. En sus palabras encapsulaba el odio y el amor, el diablo y dios, el día y la noche. Ella me leyó por mucho tiempo, y yo, feliz, con mis ojos cerrados la escuchaba. Al terminar sentí cómo se recostaba a mi lado. Me besó en la boca y dormimos.


Algunos se preguntarán qué pasó después de eso y mi respuesta es escueta. Aún nos leemos y nos escribimos y, ¡sí! Somos felices.

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