sábado, 25 de octubre de 2014

La Solución

El sonido de las gotas de agua que salían del grifo del lavamanos se perdía bajo el imponente sonido del Réquiem de Mozart que resonaba en el radio portátil que reposaba en una silla al interior del baño. El vapor del agua caliente dentro de la tina donde él se encontraba ascendía y formaba una capa de humedad en el techo de la cual de cuando en cuando caía una pesada gota al suelo. A un costado de la tina, en el suelo, yacía una botella medio llena de Jack Daniel’s. Todo su cuerpo se encontraba sumergido bajo el agua de la tina y lo único que sobresalía era su cabeza la cual dejaba ver sus ojos rojos por el llanto, los cuales poseían una extraña mirada ausente. A veces él extendía su brazo fuera del agua, tomaba la botella de whisky, daba un gran sorbo y la depositaba en el suelo de nuevo para luego volver a perderse en sus pensamientos. Al haberse terminado el contenido de la botella él salió de la tina revelando su excesivamente delgado cuerpo, se dirigió a su ropa que estaba tirada por el suelo y esculcó en un bolsillo de su pantalón, sacó algo de éste y volvió a ingresar a la tina dónde se quedó inmóvil por un largo rato… La piel en sus muñecas se abría lentamente tras el paso de la cuchilla como los pétalos de una rosa que se separan por  primera vez para recibir la luz del sol y la sangre empezaba a brotar libremente como el agua de un manantial recién descubierto, tiñendo el agua de la tina. Él comenzaba a sentir como el frio se apoderaba de su usualmente caluroso cuerpo y a medida que lo hacía, un pacífico letargo se posaba en todo su ser. Sus respiraciones se hacían cada vez más distantes las unas de las otras pero a la vez más profundas; como si él tratase de degustar en su respiración el olor del aire que pronto dejaría de acompañarlo. Con una profunda calma sus párpados empezaron a bajar sobre sus ojos como lo hacen las cortinas de un teatro para dar a entender que la obra ha llegado a su fin. Los pensamientos que pasaban por su mente como un desfile de plañideras se hacían cada vez más distantes los unos de los otros. Una última respiración profunda.

¡Corten! – gritó una voz en el set-

Los gritos de alegría y los aplausos brotaron del equipo técnico que se encontraba presente en el set de grabación. Los abrazos y las palmadas de felicitaciones iban y venían por doquier. Francisco sonrió complacido mientras lo abrazaban y lo felicitaban. Acababa de filmar la última escena de su más reciente película la cual había estado grabando por los últimos 3 meses.

Francisco era un exitoso director de cine, escritor, pintor y músico nacido en la ciudad de Bogotá a principios de los años 80’s quién desde una muy temprana edad manifestó sus fuertes inclinaciones artísticas. A sus 16 años ingresó a estudiar artes plásticas en una renombrada universidad de la ciudad y tras graduarse ingresó a estudiar dirección de cine y televisión. Él era ampliamente admirado por sus logros en el mundo artístico y por su brillante mente pero lo que pocos sabían era de sus profundas y prolongadas depresiones las cuales lo acompañaban desde el mismo momento en que manifestó esas aptitudes artísticas. En ocasiones él podía pasar varios meses encerrado en su casa sin salir de ella, sin hablar con nadie, comiendo mal y sin bañarse. Totalmente recluido en medio de su tristeza y de su dolor. Curiosamente esas mismas depresiones habían sido el motor creativo de Francisco. Sus épocas de mayor y mejor producción artística eran esas mismas en las cuales él desaparecía para, como un insecto, atravesar una completa metamorfosis y crear lo más hermoso fruto de su alma agonizante y decrepita.

Francisco salió del set de grabación sin despedirse de nadie. La depresión había estado golpeando a su puerta durante las últimas tres semanas y gracias al ajetreo de la grabación había logrado obviar su  incesante llamado, pero ya no podía hacerlo más. Era hora de sufrir como él sabía hacerlo, era hora de dejarse llevar una vez más, era hora de ser él mismo. El trayecto a su apartamento en el taxi le pareció eterno, no podía esperar a la hora de estar en su hogar para dejar que las lágrimas salieran de su ser llevando consigo el tóxico veneno que su alma cargaba. El taxi finalmente llegó a su destino y Francisco sin ser muy consciente de sus actos pago por el viaje, descendió del auto y con algo de automatismo abrió la puerta de su hogar.

Francisco ingresó arrastrando sus pies por una sala desordenada, llena de libros y papeles con escritos por doquier. Sobre la mesa de centro había un computador portátil, varios pocillos con restos de tinto y un cenicero lleno de colillas de cigarrillos sin filtro. Francisco cerró las cortinas de la sala y se dirigió a su habitación. Esta, al igual que la sala, estaba llena de libros, un caballete y varios frascos de pinturas regados por el suelo. Sobre un montón de ropa yacía una guitarra. Su cama estaba destendida y por la distribución de las cobijas se podía saber que no la había tendido en mucho tiempo. Al lado de esta había una pequeña mesa de noche con un equipo de sonido. Francisco lo prendió, puso un sobre usado cd de Nirvana con el álbum Unplugged, se quitó la ropa, se acostó en la cama y haló las cobijas hasta cubrir su cuerpo y cabeza con las mismas. A medida que los primeros acordes de la música empezaron a sonar las lágrimas también empezaron a salir de sus ojos como gritos que llevaban demasiado tiempo siendo contenidos. En ocasiones el llanto de Francisco, sus sollozos y sus gritos de desesperación se fusionaban perfectamente con la música que estaba sonando haciendo que alguna idea surgiera en su cabeza. Él sacaba la mano de las cobijas y la acercaba a su mesa de noche de donde tomaba una vieja agenda, tomaba un esfero, anotaba algo en ella y continuaba con su sesión de autocompasión.

Lentamente fueron transcurriendo las horas hasta que el sol empezó a ocultarse en el horizonte dando paso a la oscuridad de la noche. La música de Nirvana había cesado hacía ya un par de horas y Francisco no había querido pararse de la cama para volver a poner el cd. Hasta ese momento él había dejado pasar el tiempo en medio de sus dolores, sus pensamientos autodestructivos y las pesadas lágrimas que cargadas de tristezas y desesperaciones acumuladas caían de sus ojos como pesadas rocas arrojadas a un precipicio sin fondo. Un tenue rayo de luz se colaba por entre las cortinas de su habitación cayendo directamente sobre el rostro de Francisco lo cual lejos de incomodarle le causaba cierto consuelo. En medio de la penumbra a veces hay un rayo de luz –pensó, e inmediatamente se paró de la cama-. Se dirigió con cierto afán hacía la sala de su apartamento y prendió una pequeña lámpara que se encontraba en una de las esquinas. La luz de la misma era cálida y en cierta forma similar al rayo de luz que le golpeaba el rostro en su habitación. Se sentó en el sillón, tomó un montón de papeles y empezó a revisarlos con cuidado hasta que encontró una hoja en blanco. Tomó un esfero, apoyó la hoja contra la mesa de centro y se dispuso a escribir en ella:

“Querida Familia y Amigos…:” -empezó escribiendo Francisco-. La noche era extremadamente fría pero eso a él no le incomodaba, de hecho le gustaba. La lluvia había empezado a caer sobre Bogotá y el sonido de las gotas de agua que golpeaban contra la ventana de la sala mantenían un ritmo cadencioso y arrullador. En ocasiones Francisco levantaba la mirada del papel, dejaba de escribir, y miraba al vacío como tratando de encontrar la palabra adecuada que quería usar, luego volvía a clavar su mirada en el escrito y seguía escribiendo.  “…el día a día es cada vez más difícil de sobrellevar…” –continuó escribiendo-. El humo de un cigarrillo que él fumaba ascendía grácilmente hasta el techo como un alma debería de hacerlo al abandonar un cuerpo. Suavemente y con constancia. Al llegar al techo este humo se acumulaba formando una fina capa que bien podía semejar una nube que empieza surgir. Francisco tomaba el cigarrillo con fuerza y fumaba con ansiedad. Sus bocanadas eran largas y profundas y al exhalar el humo lo hacía aliviado, luego depositaba el cigarrillo en el cenicero y continuaba escribiendo. “Solo espero no estar tomando la peor decisión…” –escribió Francisco y tras hacerlo levantó su mirada, soltó el esfero, tomó el cigarrillo y se recostó en el sofá a fumar. El cigarrillo terminó rápidamente y él cayó en un profundo sueño.

Francisco podía reconocer la voz de quién le hablaba, era definitivamente “Doc.”, pero no lograba entender lo que esta decía. Era como si sus oídos estuvieran cubiertos por una especie de membrana que le impedía distinguir las palabras.  Él lo observaba atónito y con desconcierto tratando de entender que era lo que él le decía. El día estaba despejado y los fuertes rayos del sol que lograban colarse por entre el follaje de la selva le incomodaban. Él nunca se había considerado una persona amante de las mañanas. Él amaba las noches, el frío y la lluvia. En ese momento su desnudez no le importaba, al igual que tampoco parecía incomodarle a las dos ancianas que talaban un árbol cercano usando una vieja y oxidada segueta.  Doc. vestía la bata más blanca que Francisco jamás había visto en su vida y usaba una especie de venda que a pesar de cubrirle los ojos parecía no obstaculizarle la visión. Su hablar era en cierta medida monótono y adormecedor pero su rostro denotaba una emoción tal que hacía que Francisco lo viera con atención. En ocasiones parte del rostro de Doc y parte de su torso parecían volverse traslucidos y dejaban ver una gran montaña sin vegetación alguna, en esos momentos Francisco empezaba a sentir una gran angustia haciendo que su respiración se acelerara y el empezaba a gritar pero su voz no salía. Él hacía todo el esfuerzo pero era en vano. Doc continuaba dirigiéndose a él y al verlo en ese estado de angustia le posó la mano en el hombro y al hacerlo su cuerpo retorno a la normalidad a la vez que Francisco pudo escucharlo por primera vez.

-Todo lo que debes hacer es tomarte todas las pastillas de este frasco, una a una,  y así podrás estar mejor- dijo Doc mientras le daba a Francisco un frasco blanco sin etiqueta alguna.

Francisco tomó el frasco y lo observó con detenimiento mientras Doc proseguía con su irreconocible soliloquio.

-¿Qué pasará al tomarme estas pastillas?- preguntó Francisco con algo de resquemor, pero Doc pareció no ponerle atención y continuaba hablando sin parar, sin parar.

El cuerpo de Francisco cayó del sofá en medio de un sobresalto que lo despertó del profundo sueño en el que se encontraba inmerso. Él se quedó en el suelo por algunos segundos mientras trataba de recobrar las consciencia de donde se encontraba. Es mi apartamento, estoy en mi sala –se dijo a sí mismo-.  Hacía  mucho tiempo que ese sueño no se presentaba mientras dormía. Hubo una época en que todas las noches soñaba lo mismo, esa oscura época. Y esa noche, en ese estado en el cual él se encontraba, el sueño había regresado. Definitivamente debo hacerlo, ya es el momento –pensó Francisco mientras se reincorporaba del suelo y se dirigía hacia la cocina-. Una vez se encontró allá sacó un vaso de la alacena, tomó una botella de Stolíchnaya y sirvió el líquido en el vaso hasta que estuvo completamente lleno. Luego tomó el vaso, dio un leve sorbo del mismo, se dirigió a su habitación, depositó el vaso sobre la mesa de noche y se sentó en la cama. Los pensamientos daban vueltas en la mente de Francisco. Tenía miedo de continuar y a la vez tenía miedo de hacer lo que estaba a punto de  hacer. Sin pensarlo más se paró de la cama y se dirigió al closet y de uno de los cajones del mismo extrajo un pequeño frasco blanco sin etiqueta y volvió a sentarse en la cama mientras lo observaba con atención. La penúltima depresión de Francisco había sido terriblemente difícil de sobrellevar por lo que con la ayuda de un conocido había logrado hacerse a ese frasco con las pastillas. Según ese conocido las pastillas eran supremamente efectivas aunque nunca había conocido personalmente a alguien que las hubiese usado.

El sonido del líquido que acompañado por la pastilla eran deglutidos resonó con la gravedad propia de un grito de muerte. Francisco había tomado la primera pastilla con un sorbo de Vodka. La segunda pastilla no tardo en seguirle y así la tercera, la cuarta y demás. Un reloj que se encontraba sobre la mesa de noche marcaba para ese momento ya las 3:49 am cuándo Francisco tomó la última pastilla, se recostó en su cama y se arropó mientras una creciente sonrisa se manifestaba en su rostro. A medida que los minutos iban pasando y hasta que las pastillas cumplieran su cometido, Francisco exhalaba con fuerza y con cierto alivio. Gradualmente dichas exhalaciones se fueron haciendo más y suaves y más separadas las unas de las otras y sus ojos se fueron cerrando por completo.

El timbre del teléfono del apartamento de Francisco sonaba incesantemente sin que nadie lo contestara. Al callarse pasaban algunos pocos segundos en silencio y volvía a sonar sin respuesta alguna. Sobre la mesa de noche de la habitación de Francisco yacía el frasco de las pastillas, vacío, y el vaso donde estaba el vodka, el cual estaba igualmente vacío. En la sala, en medio del desorden de papeles sobre la mesa de centro aún se encontraba la nota que Francisco había escrito la noche anterior y la lámpara aún se encontraba encendida.


En una de las esquinas de la habitación se encontraba Francisco con una gigante sonrisa sobre su rostro que parecía ser una máscara bajo la cual él ocultaba el dolor más agobiante. Sus ojos estaban ampliamente abiertos y rojos y su mirada estaba cargada de angustia y desesperación. Un solitaria lágrima se deslizaba por su mejilla derecha como tratando de pasar inadvertida. Sobre el regazo de Francisco él tenía el computador portátil y se encontraba escribiendo en medio de un frenesí. El escrito tenía, para ese entonces, 37 páginas por lo que él debía llevar un buen rato escribiéndolo. El escrito se componía de un solo párrafo que se repetía constantemente: “Ya no estoy deprimido. Sonrío.” 

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