Mi cuerpo lentamente se marchita como los pétalos
de una flor, otrora bella, otrora hermosa.
Mis ojos, qué antes poseían el fulgurante
brillo de la juventud y la ilusión, ahora se limitan a ver tras el opaco velo
de la decepción.
Mi rostro ya no refleja alegría alguna. Se ha
llenado de arrugas, las cuales no son más que las cicatrices que el tiempo va
dejando sobre él.
Mis piernas ahora no son más qué dos patéticos
remedos de lo que solían ser. Ante el más mínimo esfuerzo tiemblan cómo
presintiendo su propia ruptura, lo cual me ha confinado a la inmovilidad.
Mi corazón, golpeado por los desamores, se
limitó a bombear sangre al cuerpo y ahora, presa de la soledad, añora con
detenerse y descansar.
Mi alma, o lo qué aún queda de ella, también
acusa el paso de los inviernos. Ahora
está arrugada y llena de remiendos que han impedido que se rompa por completo.
Mis ilusiones se fueron rompiendo una a una
cómo huevos lanzados contra las paredes de mi existencia, dejando solo regueros
que con el tiempo empezaron a heder.
Mis momentos de felicidad, escasos, fueron
arrancados de mi pecho por la vida con una sistemática e inmisericorde rigurosidad
dejando vacíos inconmensurables.
Y así, ahora me encuentro sentado frente a la
puerta de mi casa esperando a que la muerte se presente finalmente ante mí para
así yo tomar de su fría y firme mano y empezar un nuevo relato, una nueva
historia. Un nuevo comienzo.