domingo, 31 de agosto de 2014

Vida III

Mi cuerpo lentamente se marchita como los pétalos de una flor, otrora bella, otrora hermosa.

Mis ojos, qué antes poseían el fulgurante brillo de la juventud y la ilusión, ahora se limitan a ver tras el opaco velo de la decepción.

Mi rostro ya no refleja alegría alguna. Se ha llenado de arrugas, las cuales no son más que las cicatrices que el tiempo va dejando sobre él.

Mis piernas ahora no son más qué dos patéticos remedos de lo que solían ser. Ante el más mínimo esfuerzo tiemblan cómo presintiendo su propia ruptura, lo cual me ha confinado a la inmovilidad.

Mi corazón, golpeado por los desamores, se limitó a bombear sangre al cuerpo y ahora, presa de la soledad, añora con detenerse y descansar.

Mi alma, o lo qué aún queda de ella, también acusa el paso de los inviernos.  Ahora está arrugada y llena de remiendos que han impedido que se rompa por completo.

Mis ilusiones se fueron rompiendo una a una cómo huevos lanzados contra las paredes de mi existencia, dejando solo regueros que con el tiempo empezaron a heder.

Mis momentos de felicidad, escasos, fueron arrancados de mi pecho por la vida con una sistemática e inmisericorde rigurosidad dejando vacíos inconmensurables.


Y así, ahora me encuentro sentado frente a la puerta de mi casa esperando a que la muerte se presente finalmente ante mí para así yo tomar de su fría y firme mano y empezar un nuevo relato, una nueva historia. Un nuevo comienzo. 

jueves, 28 de agosto de 2014

Just...(Poem)

Just 217 breaths away.
Would your cold lips meet mine?
Just 154 breaths away.
Would you caress me?
Just 73 breaths away
Would you hug me?
Just 7 breaths away.
Would you take good care of me?
Just 1 breath away.
Will you love me?

Vida II (Poem)

Pretendemos luchar.
Pretendemos sentir.
Pretendemos cordura.
Pretendemos poder.
Pretendemos felicidad.
Pretendemos valentía.
Pretendemos resistencia.
Pretendemos fortaleza.
Pretendemos que todo está bien.
Pretendemos soñar.
Pretendemos reír.
Pretendemos triunfar.
Pretendemos amar.
Pretendemos ser.
Pretendemos resistir.
Pretendemos hacer.
Pretendemos no tener angustia.
Pretendemos vivir.

jueves, 21 de agosto de 2014

Steve Carson

El sonido de las gotas que caían afuera de la iglesia en los abundantes charcos dejados por la lluvia hacían que la ansiedad creciera al interior de su ser. Él se encontraba arrodillado y balanceaba su cuerpo con un acompasado ritmo que podía bien recordar el suave vaivén de una mecedora en la cual un anciano se mece mientras aguarda a que la muerte se presente ante él. Su cabello brillaba con la tenue luz de la luna que se filtraba por una de las ventanas.  Su voz, interrumpida por repentinas bocanadas de aire, musitaba claramente el Padre nuestro sin cesar. A veces paraba su rezo, levantaba la cabeza y observaba a su alrededor. Al hacerlo se podían ver sus grandes ojos cafés, los cuales brillaban debido a las lágrimas que no paraban de manar de ellos. Luego volvía a bajar su cabeza y proseguía con su rezo. Eran ya las 7 y 50 de la noche del martes 23 de junio de 1977, Steve se disponía a romper el quinto mandamiento de la ley de Dios.
Steve había nacido en una familia protestante del interior de Estados Unidos. Su padre, Jack Carson, era el ministro de una acogedora iglesia en el pueblo donde residían. Su madre, Maggie Carson, era una abnegada ama de hogar, esposa, mamá y devota creyente de las leyes de Dios.
Steve pasó su infancia en el tranquilo pueblo donde nació, en medio de una sociedad religiosa y moralista, lo cual a él nunca le molestó, por el contrario se podría decir que fue un niño feliz. A sus 10 años Steve enfrentó el que sería el momento que cambiaría radicalmente su vida de ahí en adelante.
La mañana del 7 de Junio de 1956 aquel tranquilo, religioso y moralista pueblo del interior de Estados unidos se sacudió ante el cruel y despiadado asesinato del ministro y su esposa. La casa donde habitaban ellos junto a su hijo Steve fue irrumpida a la madrugada y sus ocupantes amarrados y amordazados mientras robaban todo el contenido de la misma. Al finalizar el hurto, sin explicación alguna, el ladrón se aproximó a la pareja de esposos y los degolló mientras obligaba a Steve a ver cómo se desangraban hasta morir. Steve quedó amarrado y amordazado junto a los cadáveres de sus padres hasta qué en la mañana alguien descubrió la dantesca escena.
A partir de ese nefasto momento Steve ingresó al sistema educativo del estado, lo cual implicó constantes cambios de colegio y pueblos a lo largo de sus años como estudiante. Al cumplir los 16 años y haberse graduado, decidió seguir los pasos de su padre y ordenarse como ministro, pero al empezar su formación descubrió que a pesar de su profunda religiosidad no se sentía preparado para poder ayudar y servir a otros con la devoción que era requerida en la posición que asumiría al ser ministro, así que empezó lo que sería un viaje de dos años por los Estados Unidos en lo que él mismo autodenominó “su viaje de descubrimiento”. Durante esos dos años Steve trabajó en cuánto empleo encontraba en los pueblos donde llegaba y con ese dinero seguía su trayecto hasta el siguiente pueblo. Finalmente un día se encontró de regreso a su pueblo natal, al que no iba desde los 10 años, y decidió quedarse allí.  
El pueblo aún recordaba bien al hijo del ministro y su esposa, por lo que fue acogido inmediatamente. Su primer y único empleo fue de ayudante del carpintero del pueblo, empleo en el que duraría durante los siguientes 8 años hasta suceder al carpintero y asumir su posición. Steve nunca habló del incidente de sus padres con nadie a pesar de que muchos sabían lo sucedido. Cada vez que él era indagado sobre el mismo, él simplemente se limitaba a decir que los caminos del Señor son complejos pero han de ser transitados, pues esa es su voluntad. Con el paso del tiempo dicho incidente fue quedando en el olvido tanto para los habitantes del pueblo como para Steve. Los años fueron acumulándose hasta que el martes 23 de junio de 1977 fue la fecha oficial en el calendario.
El día transcurrió con completa normalidad, clientes, maderas, puntillas y demás gajes propios de su oficio. A las 3 de la tarde la campana que anunciaba que alguien había llegado al local sonó por lo que Steve, diligentemente, abandonó el taller y se dirigió al mostrador para ver quién era.
Steve no había dejado el martillo en el taller por salir a recibir al visitante. Al ver su rostro la mano de Steve asió el mango del martillo con tal fuerza que la circulación en la misma se detuvo brevemente. El hombre qué entró era bastante mayor y con un rostro adusto que revelaba una vida difícil, dura y llena de momentos complicados, pero aquel rostro, a pesar del paso de los años nunca sería borrado de su memoria. ¡Era el asesino de sus padres!

-Buenas tardes señor. ¿En qué le puedo ayudar? – dijo Steve tratando de mantenerse calmado. Estaba seguro que el asesino no lo reconocería después de tantos años.


-¿Cuánto me cobra por arreglar una vieja mesa de centro qué tengo en casa? – Dijo el visitante-


-4 dólares, señor. Pero noto que no la trajo consigo. – Dijo Steve-


-Sí. Es muy grande. Usted tendría que venir a mi casa. –dijo el visitante con interés- Lo que sucede es que una de las patas de la mesa…


El asesino de sus padres continúo explicándole el daño de la mesa y muchos otros detalles, pero Steve no le prestaba atención. Lo único qué pensaba en ese momento era en darle un fuerte martillazo en su rostro y hacer que sufriera lo que sus padres sufrieron. Con algo de ansiedad empezaba a agitar el martillo en su mano mientras automáticamente asentía a todo lo que el visitante decía.


-Entonces, ¿le parece a las 8 de la noche? –dijo el visitante- Cómo le dije, mi casa es justo al lado de la de John Flack.


Esa era la oportunidad perfecta de matarlo, en su hogar. Justo como él lo había hecho con sus padres. –pensó Steve, mientras le decía que estaría allá muy puntual.


-Usted esté tranquilo señor… ¿cómo es su nombre? – preguntó Steve-


-Brian –dijo el visitante algo cortante-


-Usted esté tranquilo, Brian. ¡No llegaría tarde ni un solo minuto a esta cita! –concluyó Steve.


El visitante salió de la carpintería despidiéndose a la carrera. Una vez el visitante estuvo afuera Steve dio un fortísimo martillazo sobre el mostrador rompiendo el vidrio que lo cubría. Nunca en todos los años que había transcurrido desde el incidente había pensado en cobrar venganza. Nunca en todos esos años siquiera había sopesado que pudiese tener la oportunidad de hacerlo. Y ahí estaba la oportunidad servida en bandeja de plata y Steve, a pesar de su profunda religiosidad, no planeaba dejarla pasar.

El resto de la tarde fue terriblemente difícil para Steve. Su deseo de cobrar venganza era muy fuerte, aún más que sus convicciones religiosas, pero al mismo tiempo él sabía que no debía matarlo, que debía llamar a la policía y denunciarlo. No podía concentrarse en su trabajo. Salía del taller, volvía a entrar. Su ansiedad aumentaba con el paso de cada segundo hasta el punto que tomó una silla y la rompió contra una de las paredes del taller mientras gritaba.  No podía más soportar lo qué sentía así que tomó sus herramientas y las guardó en su maletín junto con varios metros de soga y algunos trapos. Cerró el local  y se dirigió a dónde creería podría tomar una decisión de qué hacer. La iglesia.
El camino a la iglesia tomaba unos 15 minutos a pie y la lluvia había empezado a caer copiosamente pero a Steve no le importó. En ese momento caminaba como un zombie completo obviando a la gente que a veces lo saludaba. Solo pensaba en si matar al asesino de sus padres o si no hacerlo. Solo quería llegar a la iglesia. Al llegar a esta entró sin reparar en la gente en su interior. Depositó su maletín en una butaca, se arrodilló y empezó a rezar. A veces paraba su rezo, levantaba la cabeza y observaba a su alrededor. Al hacerlo se podían ver sus grandes ojos cafés, los cuales brillaban debido a las lágrimas que no paraban de manar de ellos. Luego volvía a bajar su cabeza y proseguía con su rezo. Eran ya las 7 y 50 de la noche del martes 23 de junio de 1977 y Steve se disponía a romper el quinto mandamiento de la ley de Dios. Ya había tomado una decisión. Pecaría.
Se levantó, cogió su maletín y salió de la iglesia en absoluto trance. Él sabía bien que si se detenía a pensar mucho en lo que haría se arrepentiría.
El trayecto hasta la casa de Brian era corto pero la ansiedad, la angustia y el miedo hicieron qué para Steve fuese aún más corto. 8 en punto de la noche y Steve estaba frente a la puerta, golpeó.

-Buenas noches. Me gusta eso, la gente puntual. – dijo Brian-


-Cómo le dije en la carpintería, Brian, no llegaría tarde ni un solo minuto a esta cita. –dijo Steve sin mirar a su interlocutor.


Brian hizo pasar a Steve al interior de la casa y cerró la puerta.


La sala de la casa estaba iluminada por una par de lámparas viejas y por lo que se podía ver era evidente que Brian no compartía ese lugar con nadie. En un costado había un viejo sofá que a leguas denotaba que nunca había sido limpiado, un par de sillas y frente a estas, la mesa de centro.

Brian le indicó la mesa a Steve y le dijo que esperaba que la arreglara lo antes posible. Steve se dirigió a esta y sin ninguna intención de arreglarla le habló a Brian.

-Y dígame Brian, ¿hace mucho vive en el pueblo? No lo había visto antes.


-Viajo mucho. –respondió Brian cortante-


-Veo. –dijo Steve-   


Steve empezó a sacar las herramientas del maletín dándose cuenta qué no había realmente planeado cómo atacar al asesino de sus padres. Seguramente él era mucho más diestro a la hora de pelear por lo que todo podría salir mal. Steve empezó a arreglar la mesa mientras pensaba cómo hacerlo.


-Brian, ¿me da un vaso con agua por favor? -le preguntó Steve-


Brian sin decir palabra se dirigió a la cocina para servir el vaso con agua. Tomó un vaso sucio y empezó a llenarlo con agua del grifo. De repente el vaso cayó al lavaplatos rompiéndose y acto seguido Brian cayó al suelo inconsciente. Detrás de él estaba Steve con el martillo en la mano.

Al recobrar la conciencia Brian, se descubrió atado a una de las sillas de la sala y amordazado mientras Steve sollozaba al verlo. Los esfuerzos por liberarse fueron en vano, Steve se había asegurado que no pudiera soltarse. Brian se quedó quieto y parecía estar en calma mientras Steve no paraba de sollozar.

-¿Usted recuerda el apellido Carson? –le preguntó Steve entre sus sollozos-


Brian negó con la cabeza. Mientras con sus ojos miraba a su alrededor tratando de encontrar una forma de liberarse.


-¿No recuerda al ministro Jack Carson? ¿Hace 21 años? ¿A Maggie Carson?  ¿Su esposa? –preguntó Steve mirando a Brian a los ojos directamente-


Brian no hizo ningún movimiento, solo bajó la cabeza. Steve se acercó a Brian y le quitó la mordaza.


-¿Por qué los asesinó? ¿Por qué lo hizo? ¡Éramos Felices! –le gritó Steve con lágrimas en sus ojos-


-La historia es larga, pero si la quiere oír, se la diré- dijo Brian-


Hace 31 años –comenzó Brian- tuve una hermosa esposa y al igual que usted y su familia éramos felices los dos. Un buen día mi esposa quedó embarazada de un varón y yo no cabía de la dicha. ¿Quién no es feliz con un varón? –preguntó Brian para sí mismo y continúo con su relato-. Un buen día mí esposa enfermó y tuve qué llevarla al doctor. Ella duró enferma tres días y el último día de su enfermedad el ministro, ¡sí, su padre!, fue a casa y se encerró con ella y el doctor, a mí no me permitían verla en ese momento.


Mientras Brian continuaba con su relato Steve lo seguía con mucha atención.


Pasaron varias horas y yo me moría de la angustia –continuó Brian- hasta que finalmente el doctor salió y me dio la mala noticia. La funesta noticia –recalcó Brian mientras una pequeña lágrima escurría por su usualmente adusto rostro-. Mi amada, mi Mary, había muerto junto con mi hijo. ¡Mi bebé! –exclamó Brian con dolor- Con ese dolor tan profundo entré a la habitación y la vi a ella ahí, sin vida y exigí ver el cuerpo de mi bebé pero el doctor me dijo que el ministro había partido con él para darle cristiana sepultura y evitar así que quedara en el limbo de los no bautizados. En ese preciso instante mi dolor no me permitió ver la realidad…


Brian, miró a Steve a los ojos y le dijo:


-Su padre. El buen ministro, ¡me robó mi hijo! –grito Brian mientras empezaba a llorar- Usted, es mi hijo y el ministro me lo robó y por eso merecía morir. –dijo Brian mientras bajó la mirada llorando-


Para ese instante Steve no sabía qué pensar, qué hacer, qué decir. Si creerle o no. No sabía si matarlo o no. ¿En verdad era su padre? ¿Su padre, el ministro, podía haber hecho eso?


-¡Eso es imposible! –exclamó Steve en medio de su incredulidad y confusión-


-Sé que es difícil de creer, hijo… -dijo Brian mirándolo de nuevo- pero es la verdad y se lo puedo probar.


Steve siguió mirándolo con asombro mientras le exigió que lo hiciera.  


Brian le indicó que se dirigiera a una mesa que se encontraba al respaldo de donde los dos se encontraban y que en el tercer cajón de la izquierda encontraría una pequeña caja de seguridad, que se la trajera. Steve hizo exactamente lo que Brian le dijo y puso la caja en el regazo de Brian.


-Hijo, espero que no te moleste que te diga así –se interrumpió Brian- solo desátame una mano para poder abrirla y te mostrarte. Sé que desconfías aún, pero ya lo veras.


Steve, quién a esa altura del relato ya había perdido un poco su prevención y el deseo de matarlo le desato la mano derecha. Brian, con algo de torpeza abrió la caja y de su interior sacó una foto qué el tiempo había teñido de amarillo, sé la dio a Steve y se quedó mirándolo.

Steve tomó la foto y la observó. En ella estaba una joven mujer embarazada. Steve la miraba sin comprender mucho como esa podría ser la prueba definitiva, pero de seguro esa mujer había de ser la mujer del relato, su verdadera madre.

-Hijo, es tarde para esto, pero regálale un abrazo a tu verdadero padre. –le dijo Brian mirándolo con la ternura propia de un padre-


Steve se aproximó y lo abrazo.


El rostro de Steve se iluminó a medida que lo hacía y mientras Brian ponía su brazo derecho a su alrededor se sentía como el abrazo de un padre. Se sentía bien. Brian mientras tanto empezó a susurrarle al oído qué Dios no lo perdonaría nunca por sus pecados pues él había sido un mal humano y remató diciendo:


-Igual de imbécil al ministro.



Un leve destello de luz dejó ver la hoja del cuchillo en la mano derecha de Brian mientras un profuso chorro de sangre empezó a brotar del cuello de Steve mientras su rostro palidecía…
-Padre, abrázame que voy a tu encuentro. –alcanzó a musitar Steve mientras su cuerpo caía al suelo y la vida se extinguía de su ser.


miércoles, 13 de agosto de 2014

Conjugación de la Idiotez (Poem)

Yo te abandono.
Tú me abandonas.
Él la abandona.
Ella lo abandona.
Nosotros nos jodemos.
Vosotros os jodéis.
Ellos se joden.


miércoles, 7 de mayo de 2014

Sin Título -- "Miedo de quién escribe"

Hoy las palabras, al verme en mi estado actual, me evaden. Les estiro mis manos suplicándoles que no me dejen, que no me abandonen, pero mis ruegos no llegan a sus oídos. Me ignoran, me juzgan. Hoy las palabras me traicionan, me dan la espalda dejándome en la fría soledad de la inexpresividad, de la nada absoluta. Les grito llamándolas, exigiéndoles que me acompañen en este instante pero no me prestan atención. Hoy las palabras se enrarecen con los sentimientos que ellas conllevan, que yo cargo. Me escupen, me pegan.  Me postro a sus pies implorándoles que me amen una vez más, que me recorran el alma. Me detestan, me lastiman. Hoy las palabras huyen de mi asqueadas y las pocas que logro mantener están en mi alma desgarrándola a cada respiración. Corro detrás de las palabras para alcanzarlas, pero de ellas ya solo queda un recuerdo que he olvidado.  Me odian, me humillan. Hoy la palabras, las pocas que me quedan, se atragantan en mi ser tratando de huir de mí.  Afanado las busco en sus escritos pero ya no las veo; en mi biblioteca tengo muchos libros con hojas en blanco. Me asesinan, me dejan solo. Hoy las palabras, al verme en mi estado actual, lloran por mí y se compadecen.  

miércoles, 30 de abril de 2014

Un Final Feliz

Durante los últimos tres meses de su vida, desde el preciso instante en que él se enamoró de ella, la felicidad había hecho de su alma su morada. Ella apareció en su vida en el momento más difícil. Él acababa de recibir la peor noticia de toda su existencia y la depresión y la desesperanza se habían apoderado de él.
Ellos se conocieron un día lluvioso, uno de esos días en que todos están tristes pero que a ellos les parecían hermosos. Él caminaba bajo la lluvia pensando en su futuro. Ella estaba en una tienda tomándose una cerveza, sola. En el momento en que él pasó frente a la tienda sus se cruzaron. Él entró a la tienda, ordenó un tinto negro sin azúcar, y sin pedir permiso se sentó en la mesa de ella. Ella sin molestarle esto empezó a hablarle, y ambos hablaron por 2 horas como si se conocieran de toda la vida.  
Los siguientes días transcurrieron entre extensas conversaciones por internet y alguna eventual plática por teléfono. Él bien sabía que ella era y sería la mujer de su vida. Lo supo desde el mismo instante en que sus miradas se cruzaron. Al acostarse a dormir, solo, él solía pretender que ella estaba a su lado y abrazaba a ese ser imaginario que lo acompañaba en su soledad.
El acuerdo entre los dos había sido claro desde un principio. Ella no estaba lista para tener una relación sería, él por su lado, la asumiría como su novia y la amaría sin medida, era lo que su corazón le decía que era lo correcto hacer en esa situación. Y así fueron pasando los días y las semanas, él enamorado con su alma y sonriendo a cada oportunidad que la vida y su compañía se lo permitían, ella feliz de sentirse acompañada.  A veces en las noches él dejaba que la natural y usual tristeza se apoderara de su alma momentáneamente, ante lo cual las lágrimas huían hacía la libertad del olvido. Él pensaba que sería bonito que ella fuese en verdad su novia, que sería bonito que eso durase muchos años, que sería bonito haberla conocido mucho antes, pero no era así ni lo sería. Luego de pensar eso simplemente agradecía el hecho de que ella estuviera presente en su vida y que le permitiese amarla. Sin ella saberlo, el amor que él por ella profesaba hacía de su vida más llevadera.
El final se acercaba y él lo sabía. La pérdida de peso había sido constante, los malestares y el dolor. El final se acercaba y él lo sabía. Su distancia, su silencio.
Esa tarde los dos se vieron en uno de los tantos bares que solían frecuentar. Él sabía qué iba a pasar. Ambos se sentaron en una mesa alejada de la muchedumbre y ordenaron dos cervezas. Mientras estas llegaban ninguno de los dos habló. Ella miraba al techo, él le acariciaba el rostro. Al llegar las cervezas ella empezó a hablar. Habló por horas de todo lo que sentía por él, de todo lo que quería a su lado, de todo el bien que él había hecho en su vida, de sus dolores y de sus miedos. Él solo callaba y la observaba, no prestaba atención a lo que ella decía pues bien sabía qué iba a decir. En su mente había imaginado ese momento muchas veces, era inevitable y él era consciente de ello. Al ella finalizar su extenso argumento con las palabras “lo siento amor, no puedo”, él respondió con un “gracias” y un “te amo”. Tomó su rostro con cariño y la besó fuertemente, ella se dejó. Luego él se paró de la mesa y salió del bar sin voltear a mirar atrás. Nunca volvieron a saber el uno del otro.
Los siguientes dos días de él fueron muy difíciles. Los malestares eran constantes y ya no podía comer. Se encontraba postrado en la cama sin poder moverse mucho. Los dolores eran insoportables pero aun así lograba sonreír al recordarla, al recordar su felicidad. El frío era cada vez más fuerte y penetrante. Con esfuerzo logró arroparse y pretendió que ella estaba a su lado para que lo acompañara en sus últimos instantes. No paró de recordarla ni pensarla hasta que finalmente se quedó dormido completamente y no despertó más.  


Luego de varios años de luchar contra un cáncer él había fallecido. En su rostro no se podía leer el dolor que lo había acompañado. Solo se veía la más placida de las sonrisas. Su último pensamiento fue ella.

domingo, 27 de abril de 2014

Aquel Día

Aquel día quise escribirte una canción.
Aquel día quise decirte mil palabras de amor.
 Aquel día quise regalarte la felicidad eterna.
Aquel día quise  escribirte un soneto.
Aquel día quise para ti lo más bello.
Aquel día me di cuenta de que tú y yo somos todo lo anterior.

jueves, 24 de abril de 2014

Una Noche

Y nuevamente me encontraba en un callejón, borracho y golpeado, luchando en vano por levantarme del suelo y al mismo tiempo luchando por no levantarme nunca. Como siempre solía suceder ante la primera manifestación de alguno de mis incontables miedos, ante algún dolor o ante alguna frustración, salía en búsqueda de mi anestesia.  La verdad no necesitaba de mucho para correr a buscarla. Maravillosa ambrosía que me mantenía en pie y paradójicamente me tumbaba al suelo.

Esa tarde, uno de mis innumerables miedos me saludó e inmediatamente sentí llegar todo. Los síntomas eran inequívocos, temblores, visión nublada y sudoración excesiva.  Cómo siempre, todo tomaba la forma de un recuerdo que golpeaba a mi puerta, y necesitaba olvidarlo. Al salir de mi empleo me dirigí al bar más cercano, instintivamente, como el bebé busca la teta de su madre para saciarse. Abrí la puerta y entré. Rápidamente me senté a la barra, y pedí lo que yo siempre he llamado “el combo alegría”. Una cerveza negra y un buen vaso de whisky.  Tomé un agradable sorbo del whisky y luego uno de cerveza. No voy a estar triste, solo me voy a relajar un rato, me dije a mi mismo mientras lo hacía.

El primer combo se acabó rápidamente así que pedí el segundo y luego el tercero. Ya para el cuarto combo sentía que por mi cuerpo fluía ese extraño bienestar que siempre encontraba en mi anestesia. El miedo se desvanecía, el dolor se calmaba y todo estaba como debía ser…

…el sonido de las botellas de cerveza al chocarse para brindar sonó. Ese tipo es re buena gente, pensé, a medida que tomaba un sorbo de la cerveza y uno de whisky. Me encantaba que la gente pudiera ver que soy un buen ser humano, con valores y con un gran corazón…

…definitivamente era el mejor consejo que podía haber recibido en la vida y sabía que nunca lo olvidaría. Era extraño, pensé, que tras todos esos años de vida fuese a encontrar esas palabras en ese sitio, en ese bar. Me acerqué al cantinero y le pedí un combo…

…realmente no prestaba atención a las palabras que ella me estaba diciendo en ese instante. Lo único en mi mente era la imagen de mi esposa, bueno, ex esposa. Cada movimiento de mi interlocutora me recordaba a María. Tomé un profundo sorbo de whisky mientras ordenaba otro y de paso le invitaba un coctel a ella…

…yo dejaba que el humo del cigarrillo saliera por si solo por mi nariz. A veces jugaba tratando de mezclar el humo con mi vaho. La lluvia caía copiosamente mientras yo me resguardaba bajo un improvisado techo. Tenía frio y me sentía solo. En ese momento el ruido del interior del bar me molestaba un poco pero volví a entrar…

…ver caer las lágrimas por tu rostro me recuerda a las gotas de lluvia al caer sobre un charco -dijo ella-. Yo seguí llorando mientras me recosté en su regazo rogándole que se fuera conmigo esa noche, solo esa noche. Yo no le pedía sexo, solo que pretendiera amarme…

…el bar se encontraba ya casi solo, al igual que mi alma. Solo quedaban algunas personas que reían a la distancia. En la mesa donde me encontraba había varias botellas vacías de cerveza, vasos de whisky y una botella de aguardiente con algo más de 5 sorbos de alcohol. Tomé la botella y me tomé el resto del alcohol sin detenerme. La silla al lado ya no estaba ocupada. Pedí medía de aguardiente y una cerveza…

…el sabor a sangre me recordaba a mi infancia cuando por alguna extraña motivación lamí una lámina metálica. La siguiente patada fue a dar justo en mi ojo derecho con lo que sentí como se inflamaba inmediatamente. La última vez que mi madre me curó mis heridas había sido hace más de 14 años. El dolor en mi costado izquierdo era extremo y empeoraba cada vez que respiraba. Creo que de nuevo me habían roto una costilla. Con esfuerzo escupí una mezcla de saliva y sangre. Una nueva patada…


Y ahí en el suelo de ese callejón llevé mis manos a mis bolsillos. No tenía billetera ni celular. Rodé sobre mi adolorido cuerpo hasta quedar boca arriba e introduje mi mano en mis boxers. Del interior saqué la foto de María y la besé. Con mucho esfuerzo, más que el que me tomó la última vez, me levanté del suelo. El camino a casa era largo y tras lo sucedido se me haría aún más largo. Mi menté se perdió entre recuerdos y pensamientos autocompasivos a medida que mi cuerpo caminó rumbo a casa y mi alma se arrastró tras de este.

martes, 22 de abril de 2014

Para Tí

Y ahí me encontraba yo parado esperando a que el bus pasara. Parado esperando a que algo sucediera. Parado esperando a qué la vida siguiera. Parado esperando ese momento idílico que por tanto tiempo había construido en mi cabeza.

Germania, decía el letrero del bus, así que agitando mi mano con desgano lo detuve y lo abordé.

Como siempre sucedía yo solía ser de los primeros en subir a esa ruta específica, así que, como siempre,  fui a los últimos puestos y me senté en uno de los asientos, me acomodé, saqué mi libro y empecé a leer. Francamente me molestaba tomar esa ruta,  los buses eran viejos y olían mal, se llenaban pronto y en algunos asientos los resortes estaban salidos, pero era la única ruta que me servía para ir todos los 3 de cada mes a recoger el dinero de mi empleo. Una hora y media de trayecto, una eterna hora y media. 

El hombre que estaba parado al lado mío casi apoyaba su codo en mi cabeza, estaba tan cerca que  podía oler el café que había bebido antes de salir de casa esa mañana. Mi incomodidad era tal que yo empezaba a sudar y a considerar, como todos los 3 de cada mes solía hacerlo, la posibilidad de bajarme e irme a pie y tranquilo. Pero la idea se esfumaba rápidamente al pensar que tendría que atravesar esa multitud solo para descender del bus.

De repente, entre el ruido del bus, las voces y la música, mis oídos lograron escuchar una dulce voz que recitaba algo que llamó mi atención. Cerré mis ojos en un esfuerzo por concentrarme en su voz pero no logré determinar qué decía, aunque bien sabía que estaba leyendo en voz alta. Con gran esfuerzo y alejando al hombre que estaba parado a mi lado logré levantarme de mi asiento para poder ver quién era la dueña de esa voz, pero el intento fue infructuoso. El bus estaba tan lleno que al pararme lo único que logré fue que el hombre a mi lado pretendiera sentarse en mi puesto. Lo miré, con lo cual él entendió que no pensaba alejarme en ese momento. Mi mirada regresó a  escudriñar cada rincón del bus, observando todos los labios posibles a fin de ver cual coincidía con esa voz que no se detenía. Pero así como la voz llegó de la nada, desapareció. Mi esperanza desvaneció y empecé a sentarme de nuevo, pero con el rabillo de mi ojo logré ver una bella mujer que se paraba, tenía un libro en la mano, así que pensé que debía ser ella. El bus se detuvo para que ella descendiera y mientras tanto yo empujaba a todo el mundo como poseído por la más grande de las angustias. Debía hablar con ella inmediatamente. ¡Debía hacerlo!

El bus reanudó su marcha y yo seguía aún luchando por salir pero ya era demasiado tarde. Miré por la ventana lo suficiente para poder ver su rostro, aunque lo que realmente deseaba era escucharla. Nuevamente volví a empujar para regresar a mi puesto. En este se encontraba el hombre que anteriormente estaba parado a mi lado. Me miró y yo comprendí. Ese día seguiría de pie el resto de trayecto.

Durante los días siguientes a ese día en el bus no pude, ni tampoco quise, sacarla de mi cabeza. Su voz sonaba en mi cerebro como la más bella de las canciones que hubiese escuchado antes y la necesidad de volver a verla se iba acrecentando. Un buen día decidí tomar esa misma ruta, a la misma hora que lo había tomado. Pero en esta oportunidad me senté en el asiento de adelante para poder ver cuando ella se subiera. Lo hice ese día sin ningún resultado. Decidí intentarlo nuevamente al día siguiente, luego al día siguiente y al siguiente y al siguiente. De esa forma pasaron los siguientes 73 días de mi vida. A bordo de la ruta “Germanía”, de las 7 a las 8 y 30 de la mañana. Siempre en el asiento de adelante. Siempre atento a encontrarla. Al día 74 desistí.

Mi vida trascurrió igual que siempre. Aún esperaba qué algo sucediera. Aún esperaba qué la vida siguiera. Aún esperaba ese momento idílico que por tanto tiempo había construido en mi cabeza.

A diferencia del bus, la biblioteca era el lugar más pacífico del mundo. Allá había espacio para respirar y al hacerlo el olor a libros penetraba por mis fosas nasales hinchando mi pecho de felicidad. La gente era cordial y tranquila. Allá me sentía como en casa.

Ese día entré a la biblioteca e inmediatamente me dirigí a la sección de novelas colombianas, la cual estaba en el segundo piso. A medida que ojeaba los libros escuché una voz, esa voz. Era ella, pensé inmediatamente. Dejé de hacer lo que hacía y empecé a buscar de dónde provenía la voz. Me asomé por una baranda del segundo piso y la vi a ella, sentada en la sala común leyendo en voz alta. Instintivamente me dirigí hacía ella con ansiedad y emoción, pero a mitad de camino me detuve al pensar que no sabía qué decirle. ¿‘Hola. Oye, te escuché hace cuatro meses en un bus y te he estado siguiendo’? ¡No! Me recriminé. ¿’Hola, mi nombre es Darío, ¿cómo estás?’? Pfff, severo tonto, pensé. Y así me quedé pensando mientras me acercaba a ella. Ya me encontraba en el primer piso y la veía. Era hermosa. En un destello de creatividad decidí no hablarle. Decidí escribirle varios papelitos que le iría dando. Me senté en una mesa cercana a la de ella para no perderla de vista, y tomé una hoja del cuaderno y escribí por un rato.

Tomé la hoja y con gran valentía me paré, me acerque a ella y se lo entregue si decir ninguna palabra.

“Sé que te conozco, aunque tú no me conoces. Te conozco desde que tenía 8 años. Siempre has estado en mis sueños y desde ese entonces te he esperado” -leyó ella en voz alta-

Le entregué otro papel.

“Usualmente suelo escribir con facilidad pero hoy, ante ti, las palabras me evaden. Solo tengo una que ronda mi alma. Amor” –ella sonrió al acabar de leer la nota.

Mi rostro en ese momento no pudo ocultar la pena y se sonrojó. Ella me invitó a sentarme a su lado. Y así sin más ni más empezamos a hablar. Hablamos de todo, de libros, de música, de películas, del amor, de las injusticias de vida, de todo. Hablamos tanto que sin darnos cuenta el celador se acercó a nosotros para informarnos que la biblioteca ya estaba cerrando. Ambos nos paramos y nos miramos a los ojos. Para mí el tiempo se detuvo en ese instante, suspiré y me reincorporé.

Al salir de la biblioteca fuimos a un bar a seguir hablando mientras tomábamos un par de cervezas. Y así, entre palabras dichas nos fuimos acercando el uno al otro hasta tal punto que sus palabras parecían unirse a las mías y viceversa.

-Oye Darío, ¿quieres ir a mi casa? -dijo ella.

Yo simplemente la miré a los ojos mientras le dije que quería escuchar lo que ella escribía. Nos paramos de la mesa, pagamos y nos fuimos.

Curiosamente el  trayecto en el taxi fue muy silencioso pero al observarla veía un leve brillo en sus ojos que me hacía sentir bien. Al llegar a su casa entramos y sin mediar palabra ella me besó, a lo cual yo también la besé. La pasión dejó de ser una palabra en ese instante para convertirse en un minuto. Al separarnos nos miramos nuevamente a los ojos, nos tomamos de la mano y nos fuimos a su habitación.

Una vez adentro yo me recosté en su cama mientras ella me observaba.

-Cierra los ojos. -me dijo.

Yo los cerré sin miedo alguno. Pasaron algunos segundos donde escuchaba cajones abrirse y cerrase. Yo seguía con mis ojos cerrados. Súbitamente sentí su mano sobre la mía mientras ella empezó a leer. Sus palabras recorrían todo mi cuerpo desde la punta de mis pies hasta mi último cabello y a medida que lo hacían cada bello en mi cuerpo se erizaba. Las palabras me acariciaban, me animaban, me reconfortaban. Finalmente éstas se aproximaban juguetonas a mis oídos para entrar en ellos haciéndome llegar al más sublime de los éxtasis.  Ella lograba convertir las palabras en una maravillosa extensión de su alma, de su corazón, de su cuerpo. En sus palabras encapsulaba el odio y el amor, el diablo y dios, el día y la noche. Ella me leyó por mucho tiempo, y yo, feliz, con mis ojos cerrados la escuchaba. Al terminar sentí cómo se recostaba a mi lado. Me besó en la boca y dormimos.


Algunos se preguntarán qué pasó después de eso y mi respuesta es escueta. Aún nos leemos y nos escribimos y, ¡sí! Somos felices.

¿Y si…? (Poem)

¿Y si nos arriesgamos?
¿Y si nos comemos el mundo a besos?
¿Y si nos desvelamos hablando?
¿Y si nos desgarramos la piel amándonos?
¿Y si escribimos juntos?
¿Y si no tenemos miedo?
¿Y si nos tomamos de la mano?
¿Y si nos leemos?
¿Y si construimos una casa?
¿Y si volamos como águilas?
¿Y si pateamos demonios?
¿Y si nos descubrimos viejos y juntos?
¿Y si somos felices?
 Y, ¡sí!

viernes, 18 de abril de 2014

El Desayuno

Todas las mañanas durante los últimos 10 años él se levantaba y preparaba el desayuno para su esposa y para él. Mientras lo hacía solía cantar. En algún punto siempre cantaba ‘With or Without You’ de U2. Luego de eso llevaba el desayuno a la habitación, colocaba el de su esposa sobre la mesa de noche de ella, luego colaba el de él sobre su mesa de noche, se recostaba y le daba un beso. Esa mañana él no cantaba. Preparó huevos revueltos con salchicha y chocolate con pan, lo que ella amaba comer al desayuno. El silencio en la casa era abrumador e incluso más ensordecedor que mil gritos juntos. Él subió a la habitación como siempre solía hacerlo. Su esposa estaba aún acostada en la cama. Colocó el desayuno de ella sobre su mesa de noche, luego el de él sobre la suya. En esta oportunidad él no se recostó a su lado ni la besó, simplemente se quedó parado observándola por algunos minutos mientras recapitulaba fragmentos de la noche anterior.
Al llegar juntos a casa, él le ayudó a subir a la habitación. Ella tenía un gran abrigo y debajo de este, una pijama.  Ella estaba demacrada y evidentemente enferma. Él le quitó la ropa y le puso una bata. Él también se quitó su ropa. Ambos se dirigieron al baño. Ella se sentó en el inodoro mientras él abrió la ducha y esperó que el agua estuviera moderadamente caliente. Le ayudó a su esposa a quitarse la bata y ambos entraron a la ducha. Una vez en su interior ambos se dieron un largo beso que era evidente que ninguno de los dos quería que terminara nunca. El agua caía sobre sus rostros mientras lo hacían ocultando las copiosas lágrimas que de ambos salían. Él se apartó un poco de ella, tomó un jabón y empezó a bañarla. Luego se bañó. Ambos salieron de la ducha y se acostaron desnudos bajo las cobijas y se abrazaron.
Su esposa solía fumar, aunque hacía más de 3 meses no se había fumado un solo cigarrillo. Él nunca había fumado en su vida. Caminó hasta la mesa de noche de ella y abrió uno de los cajones de la misma. Adentro había un paquete de cigarrillos que ella nunca terminó, a su lado un encendedor. Él tomó ambas cosas y se dirigió a la ventana. Tomó una silla que se encontraba cerca, sacó un cigarrillo de la caja, lo encendió, lo llevó a su boca y dio una gran y profunda bocanada. La tos no se hizo esperar pero al haber pasado dio otra bocanada, luego otra y luego otra. Acababa de empezar a fumar. A medida que él consumía el cigarrillo, sentado en la silla, continúo recordando la noche.
El silencio fue largo y doloroso para los dos mientras estuvieron abrazados pero se rompió con las palabras de ella.
-¿Sabes, Andrés? Desde el primer día en que te vi en la Universidad supe que ibas a ser el último hombre de mi vida, mi mejor amigo, mi amante y mi esposo. Y a lo largo de todos estos años a tu lado me he dado cuenta que es así. ¡Eres mi todo, amor!-
-Ese día en la Universidad, -dijo Andrés, -me pareciste la mujer más hermosa del mundo. ¡Te amo mi princesa!-
-Yo a ti amor-.
La noche se fue consumiendo mientras los dos continuaron recordando su historia de vida juntos. La primera vez que salieron. La primera vez que se besaron. La primera vez que se dijeron que se amaban mientras hacían el amor. Su matrimonio. Sus planes. Sus sueños. A veces en medio de la conversación ambos se quedaban callados por algunos minutos, luego se miraba y se besaban. Él en ningún momento dejó de consentirla.
El cigarrillo iba llegando a su fin y Andrés seguía observando a su esposa que yacía acostada en la cama. Una lágrima se escurrió con lentitud por su mejilla derecha. Apagó la colilla sobre la pared, se paró y se dirigió a ella. Sus pasos fueron lentos, como no queriendo llegar nunca a su lado. La noche anterior aún estaba fresca en su alma. Su última noche.
En algún punto de la conversación él se sentó y tomándola a ella la recostó sobre su regazo y así continuaron charlando. Un nuevo silencio se hizo presente en la conversación, él seguía consintiéndola y continúo hablándole. Pasados algunos minutos, durante los cuales solo él hablaba, el silencio de ella evidenció la triste realidad. Él tomo su cuerpo la acostó y la cubrió con las cobijas. Se paró de la cama y mientras las lágrimas corrían por sus mejillas miró el reloj de la habitación. 4:17 am. Su esposa acababa de morir luego de haber luchado por varios meses contra un cáncer. Él regreso a la cama, se acostó al lado de su esposa, la abrazó y continúo llorando hasta quedarse dormido.
Dio el último paso y se encontró al lado de su esposa. El llanto volvió a brotar de sus ojos sin que él pudiera evitarlo. Una gorda y pesada lágrima cayó sobre el rostro de ella. Él se agacho y tomando su frío rostro la beso fuertemente. Luego de eso se paró, tomó el teléfono y marcó un número.
-Hola señora Mariela. Infortunadamente ambos sabemos por qué llamo-.
Al otro lado del teléfono se escuchó el llanto del interlocutor. Andrés continuaba llorando mientras pidió que le comunicaran con Gabriel, su hijo de 8 años. Gabriel pasó al teléfono.
-¿Papi? -preguntó Gabriel.
-With or without you -empezó a cantar Andres- I can’t live, with or without you…-