Y ahí me encontraba yo parado esperando a que
el bus pasara. Parado esperando a que algo sucediera. Parado esperando a qué la
vida siguiera. Parado esperando ese momento idílico que por tanto tiempo había
construido en mi cabeza.
Germania, decía el letrero del bus, así que
agitando mi mano con desgano lo detuve y lo abordé.
Como siempre sucedía yo solía ser de los
primeros en subir a esa ruta específica, así que, como siempre, fui a los últimos puestos y me senté en uno
de los asientos, me acomodé, saqué mi libro y empecé a leer. Francamente me
molestaba tomar esa ruta, los buses eran
viejos y olían mal, se llenaban pronto y en algunos asientos los resortes
estaban salidos, pero era la única ruta que me servía para ir todos los 3 de
cada mes a recoger el dinero de mi empleo. Una hora y media de trayecto, una
eterna hora y media.
El hombre que estaba parado al lado mío casi
apoyaba su codo en mi cabeza, estaba tan cerca que podía oler el café que había bebido antes de
salir de casa esa mañana. Mi incomodidad era tal que yo empezaba a sudar y a
considerar, como todos los 3 de cada mes solía hacerlo, la posibilidad de
bajarme e irme a pie y tranquilo. Pero la idea se esfumaba rápidamente al
pensar que tendría que atravesar esa multitud solo para descender del bus.
De repente, entre el ruido del bus, las voces y
la música, mis oídos lograron escuchar una dulce voz que recitaba algo que
llamó mi atención. Cerré mis ojos en un esfuerzo por concentrarme en su voz
pero no logré determinar qué decía, aunque bien sabía que estaba leyendo en voz
alta. Con gran esfuerzo y alejando al hombre que estaba parado a mi lado logré
levantarme de mi asiento para poder ver quién era la dueña de esa voz, pero el
intento fue infructuoso. El bus estaba tan lleno que al pararme lo único que
logré fue que el hombre a mi lado pretendiera sentarse en mi puesto. Lo miré,
con lo cual él entendió que no pensaba alejarme en ese momento. Mi mirada
regresó a escudriñar cada rincón del
bus, observando todos los labios posibles a fin de ver cual coincidía con esa
voz que no se detenía. Pero así como la voz llegó de la nada, desapareció. Mi
esperanza desvaneció y empecé a sentarme de nuevo, pero con el rabillo de mi
ojo logré ver una bella mujer que se paraba, tenía un libro en la mano, así que
pensé que debía ser ella. El bus se detuvo para que ella descendiera y mientras
tanto yo empujaba a todo el mundo como poseído por la más grande de las
angustias. Debía hablar con ella inmediatamente. ¡Debía hacerlo!
El bus reanudó su marcha y yo seguía aún
luchando por salir pero ya era demasiado tarde. Miré por la ventana lo
suficiente para poder ver su rostro, aunque lo que realmente deseaba era
escucharla. Nuevamente volví a empujar para regresar a mi puesto. En este se
encontraba el hombre que anteriormente estaba parado a mi lado. Me miró y yo
comprendí. Ese día seguiría de pie el resto de trayecto.
Durante los días siguientes a ese día en el bus
no pude, ni tampoco quise, sacarla de mi cabeza. Su voz sonaba en mi cerebro
como la más bella de las canciones que hubiese escuchado antes y la necesidad
de volver a verla se iba acrecentando. Un buen día decidí tomar esa misma ruta,
a la misma hora que lo había tomado. Pero en esta oportunidad me senté en el
asiento de adelante para poder ver cuando ella se subiera. Lo hice ese día sin
ningún resultado. Decidí intentarlo nuevamente al día siguiente, luego al día
siguiente y al siguiente y al siguiente. De esa forma pasaron los siguientes 73
días de mi vida. A bordo de la ruta “Germanía”, de las 7 a las 8 y 30 de la
mañana. Siempre en el asiento de adelante. Siempre atento a encontrarla. Al día
74 desistí.
Mi vida trascurrió igual que siempre. Aún
esperaba qué algo sucediera. Aún esperaba qué la vida siguiera. Aún esperaba
ese momento idílico que por tanto tiempo había construido en mi cabeza.
A diferencia del bus, la biblioteca era el
lugar más pacífico del mundo. Allá había espacio para respirar y al hacerlo el
olor a libros penetraba por mis fosas nasales hinchando mi pecho de felicidad.
La gente era cordial y tranquila. Allá me sentía como en casa.
Ese día entré a la biblioteca e inmediatamente
me dirigí a la sección de novelas colombianas, la cual estaba en el segundo
piso. A medida que ojeaba los libros escuché una voz, esa voz. Era ella, pensé
inmediatamente. Dejé de hacer lo que hacía y empecé a buscar de dónde provenía
la voz. Me asomé por una baranda del segundo piso y la vi a ella, sentada en la
sala común leyendo en voz alta. Instintivamente me dirigí hacía ella con
ansiedad y emoción, pero a mitad de camino me detuve al pensar que no sabía qué
decirle. ¿‘Hola. Oye, te escuché hace cuatro meses en un bus y te he estado
siguiendo’? ¡No! Me recriminé. ¿’Hola, mi nombre es Darío, ¿cómo estás?’? Pfff,
severo tonto, pensé. Y así me quedé pensando mientras me acercaba a ella. Ya me
encontraba en el primer piso y la veía. Era hermosa. En un destello de
creatividad decidí no hablarle. Decidí escribirle varios papelitos que le iría
dando. Me senté en una mesa cercana a la de ella para no perderla de vista, y
tomé una hoja del cuaderno y escribí por un rato.
Tomé la hoja y con gran valentía me paré, me
acerque a ella y se lo entregue si decir ninguna palabra.
“Sé que te conozco, aunque tú no me conoces. Te
conozco desde que tenía 8 años. Siempre has estado en mis sueños y desde ese
entonces te he esperado” -leyó ella en voz alta-
Le entregué otro papel.
“Usualmente suelo escribir con facilidad pero
hoy, ante ti, las palabras me evaden. Solo tengo una que ronda mi alma. Amor”
–ella sonrió al acabar de leer la nota.
Mi rostro en ese momento no pudo ocultar la
pena y se sonrojó. Ella me invitó a sentarme a su lado. Y así sin más ni más
empezamos a hablar. Hablamos de todo, de libros, de música, de películas, del amor,
de las injusticias de vida, de todo. Hablamos tanto que sin darnos cuenta el
celador se acercó a nosotros para informarnos que la biblioteca ya estaba
cerrando. Ambos nos paramos y nos miramos a los ojos. Para mí el tiempo se
detuvo en ese instante, suspiré y me reincorporé.
Al salir de la biblioteca fuimos a un bar a
seguir hablando mientras tomábamos un par de cervezas. Y así, entre palabras
dichas nos fuimos acercando el uno al otro hasta tal punto que sus palabras
parecían unirse a las mías y viceversa.
-Oye Darío, ¿quieres ir a mi casa? -dijo ella.
Yo simplemente la miré a los ojos mientras le
dije que quería escuchar lo que ella escribía. Nos paramos de la mesa, pagamos
y nos fuimos.
Curiosamente el
trayecto en el taxi fue muy silencioso pero al observarla veía un leve
brillo en sus ojos que me hacía sentir bien. Al llegar a su casa entramos y sin
mediar palabra ella me besó, a lo cual yo también la besé. La pasión dejó de
ser una palabra en ese instante para convertirse en un minuto. Al separarnos
nos miramos nuevamente a los ojos, nos tomamos de la mano y nos fuimos a su
habitación.
Una vez adentro yo me recosté en su cama
mientras ella me observaba.
-Cierra los ojos. -me dijo.
Yo los cerré sin miedo alguno. Pasaron algunos
segundos donde escuchaba cajones abrirse y cerrase. Yo seguía con mis ojos
cerrados. Súbitamente sentí su mano sobre la mía mientras ella empezó a leer.
Sus palabras recorrían todo mi cuerpo desde la punta de mis pies hasta mi
último cabello y a medida que lo hacían cada bello en mi cuerpo se erizaba. Las
palabras me acariciaban, me animaban, me reconfortaban. Finalmente éstas se
aproximaban juguetonas a mis oídos para entrar en ellos haciéndome llegar al
más sublime de los éxtasis. Ella lograba
convertir las palabras en una maravillosa extensión de su alma, de su corazón,
de su cuerpo. En sus palabras encapsulaba el odio y el amor, el diablo y dios,
el día y la noche. Ella me leyó por mucho tiempo, y yo, feliz, con mis ojos
cerrados la escuchaba. Al terminar sentí cómo se recostaba a mi lado. Me besó
en la boca y dormimos.
Algunos se preguntarán qué pasó después de eso
y mi respuesta es escueta. Aún nos leemos y nos escribimos y, ¡sí! Somos
felices.
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