Durante los últimos tres meses de su vida,
desde el preciso instante en que él se enamoró de ella, la felicidad había
hecho de su alma su morada. Ella apareció en su vida en el momento más difícil.
Él acababa de recibir la peor noticia de toda su existencia y la depresión y la
desesperanza se habían apoderado de él.
Ellos se conocieron un día lluvioso, uno de
esos días en que todos están tristes pero que a ellos les parecían hermosos. Él
caminaba bajo la lluvia pensando en su futuro. Ella estaba en una tienda
tomándose una cerveza, sola. En el momento en que él pasó frente a la tienda sus
se cruzaron. Él entró a la tienda, ordenó un tinto negro sin azúcar, y sin
pedir permiso se sentó en la mesa de ella. Ella sin molestarle esto empezó a
hablarle, y ambos hablaron por 2 horas como si se conocieran de toda la vida.
Los siguientes días transcurrieron entre
extensas conversaciones por internet y alguna eventual plática por teléfono. Él
bien sabía que ella era y sería la mujer de su vida. Lo supo desde el mismo
instante en que sus miradas se cruzaron. Al acostarse a dormir, solo, él solía
pretender que ella estaba a su lado y abrazaba a ese ser imaginario que lo
acompañaba en su soledad.
El acuerdo entre los dos había sido claro desde
un principio. Ella no estaba lista para tener una relación sería, él por su lado,
la asumiría como su novia y la amaría sin medida, era lo que su corazón le
decía que era lo correcto hacer en esa situación. Y así fueron pasando los días
y las semanas, él enamorado con su alma y sonriendo a cada oportunidad que la
vida y su compañía se lo permitían, ella feliz de sentirse acompañada. A veces en las noches él dejaba que la natural
y usual tristeza se apoderara de su alma momentáneamente, ante lo cual las lágrimas
huían hacía la libertad del olvido. Él pensaba que sería bonito que ella fuese
en verdad su novia, que sería bonito que eso durase muchos años, que sería
bonito haberla conocido mucho antes, pero no era así ni lo sería. Luego de
pensar eso simplemente agradecía el hecho de que ella estuviera presente en su
vida y que le permitiese amarla. Sin ella saberlo, el amor que él por ella
profesaba hacía de su vida más llevadera.
El final se acercaba y él lo sabía. La pérdida
de peso había sido constante, los malestares y el dolor. El final se acercaba y
él lo sabía. Su distancia, su silencio.
Esa tarde los dos se vieron en uno de los
tantos bares que solían frecuentar. Él sabía qué iba a pasar. Ambos se sentaron
en una mesa alejada de la muchedumbre y ordenaron dos cervezas. Mientras estas
llegaban ninguno de los dos habló. Ella miraba al techo, él le acariciaba el
rostro. Al llegar las cervezas ella empezó a hablar. Habló por horas de todo lo
que sentía por él, de todo lo que quería a su lado, de todo el bien que él
había hecho en su vida, de sus dolores y de sus miedos. Él solo callaba y la
observaba, no prestaba atención a lo que ella decía pues bien sabía qué iba a
decir. En su mente había imaginado ese momento muchas veces, era inevitable y
él era consciente de ello. Al ella finalizar su extenso argumento con las
palabras “lo siento amor, no puedo”, él respondió con un “gracias” y un “te amo”.
Tomó su rostro con cariño y la besó fuertemente, ella se dejó. Luego él se paró
de la mesa y salió del bar sin voltear a mirar atrás. Nunca volvieron a saber
el uno del otro.
Los siguientes dos días de él fueron muy
difíciles. Los malestares eran constantes y ya no podía comer. Se encontraba
postrado en la cama sin poder moverse mucho. Los dolores eran insoportables
pero aun así lograba sonreír al recordarla, al recordar su felicidad. El frío
era cada vez más fuerte y penetrante. Con esfuerzo logró arroparse y pretendió que
ella estaba a su lado para que lo acompañara en sus últimos instantes. No paró
de recordarla ni pensarla hasta que finalmente se quedó dormido completamente y
no despertó más.
Luego de varios años de luchar contra un cáncer
él había fallecido. En su rostro no se podía leer el dolor que lo había
acompañado. Solo se veía la más placida de las sonrisas. Su último pensamiento
fue ella.