La fachada estaba llena de luces que le
alborotaban su fotofobia. A las afueras había varias personas que fumaban con
ansiedad sus cigarrillos, esperando a finalizarlos para volver a ingresar. En
la entrada había dos guardias de seguridad con rostros secos y adustos. Él se
encontraba afuera observando, en su mano derecha tenía un papel enrollado.
Ajustó sus gafas oscuras, se subió la cremallera de su saco de lana y se
dirigió a la entrada. Uno de los guardias lo saludó con un leve movimiento de
la cabeza a lo cual él respondió con el mismo movimiento. Las puertas se
abrieron.
El interior del establecimiento estaba lleno
de luces y del ruido ensordecedor de gente gritando y de máquinas que
realizaban sonidos de campanas, pitos y chillidos variados. Por todas partes
deambulaban meseras llevando bandejas con vasos de licor y pasa bocas. En el
centro del establecimiento había un gran tablero electrónico con muchas cifras
que cambiaban de cuando en cuando y que al hacerlo generaba que los gritos se
exacerbaran. Él caminó con seguridad a través de la gente, meseras, ruidos y
distracciones directo a unas escaleras en espiral. Las subió y se encontró
frente a una puerta con dos guardias de seguridad, cuyos rostros eran aún más
secos y adustos que los de la entrada principal. Al aproximarse a la puerta
ellos lo requisaron exhaustivamente. Luego abrieron la puerta y entró.
El olor a tabaco era penetrante y a
diferencia del entorno exterior, este era silencioso, sobrio y con un aire
intimidante. Al frente de él había dos sillones en donde varios hombres de
traje y corbata hablaban a un volumen tan bajo que era casi inaudible. Su tan
conocida sensación de angustia y arrepentimiento empezó a llegarle como siempre
solía hacerlo cuando entraba a esa habitación. Un hombre de edad vestido de
smoking se le aproximó y lo saludo cordialmente. Él le devolvió el
saludo. Este hombre de edad lo condujo por un corto corredor hasta una
sala en cuyo centro había una gran mesa de póquer con varios hombres en
silencio jugando cartas mientras fumaban puros y tomaban Coñac. Todos voltearon
a verlo. Uno de estos hombres se paró, se acercó a él y con un tono amable
empezó a hablarle:
-“Hola Raúl. La verdad no creí verlo por acá
de nuevo desde lo que pasó la última vez. ¿Acaso no aprendió usted la lección
cuando perdió su empresa en esta mesa de juego? La verdad, a ninguno nos
importa si usted pierde todo pero por alguna razón yo no quiero verlo caer
completamente. ¡Váyase! Aún está a tiempo de salvar lo que le queda”.
Él sin prestarle mucha atención a su
interlocutor le dijo que esta sería la última vez que apostaba, pero que
necesitaba recuperar su empresa. No tenía otra opción. Él hombre aceptó
la decisión y se alejó hacía la mesa y se volvió a sentar.
La ansiedad acababa de dar pasó a un gran
flujo de adrenalina. Era ahora o nunca. Se acercó a la mesa y sobre ella,
desenrolló los papeles y los puso encima. Acababa de poner las escrituras de su
casa y los papeles de su auto. Respiró profundo y exigió que la apuesta fuera a
una sola mano de Blackjack. El dealer barajó las cartas y le entregó dos. Él se
quedó mirando las cartas sin tomarlas, finalmente se decidió a hacerlo. Las
miró, un 7 de picas y un 4 de tréboles. Pidió otra carta. Un 4 de picas.
Necesito un 6, pensó mientras pedía otra carta. 5 de picas. La duda lo embargó,
20. Decidió plantarse y esperar lo mejor. El dealer puso sus dos primeras cartas,
un 7 de corazones y un 5 de picas. Tercera carta, 5 de picas. El dealer arrojó
la cuarta carta, un 5 de picas.
Él no pudo contener su emoción y grito:
¡Gané!
La cara de emoción era indescriptible. Por
fin había ganado, por fin se había recuperado, ¡por fin! Sin esperar a que se
tentara por apostar de nuevo, el señor le entrego los documentos de su empresa
y le dio instrucciones para que se fuera inmediatamente. Él no lo pensó dos
veces y con celeridad salió de esa habitación. Cruzó la primera puerta para
encontrarse de nuevo en medio del bullicio y luces del casino. Los rostros de
los perdedores lo impresionaron. Era agradable ganar.
Cruzó la puerta de la entrada principal. El
guardia que a la entrada lo saludo moviendo la cabeza volvió a realizar el
mismo gesto, pero esta vez él se acercó y lo abrazó. La felicidad lo embargaba,
sabía que se había librado de su yugo. Por fin era libre. Empezó a cruzar la
calle y observó las estrellas, las cuales lo maravillaron, eran hermosas…
Repentinamente todos los papeles que llevaba
en la mano volaron por los aires al igual que su cuerpo mientras un auto se
alejaba a toda velocidad. El cuerpo de Raúl caía al suelo inerte mientras los
guardias de seguridad y algunos transeúntes se apresuraban a auxiliarlo. No hubo
nada que hacer. Ganó la mano y perdió la vida.
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